martes, 4 de septiembre de 2012

Amuletos y rumores como fuente de la felicidad en el país más feliz del mundo


El fin de la vida, o el sentido, si es que lo hay, sin duda es la felicidad, no creo que eso haya cambiado mucho hasta la fecha. La felicidad, vista así abstracta y formalmente puede ser un interesante punto de coincidencia en el horizonte de las personas. Lo que ha variado son tanto las fórmulas para alcanzarla como sus descripciones más detalladas. Se pueden distinguir acercamientos interesantes: la felicidad como alcance del placer y alejamiento del sufrimiento, la felicidad como plenitud, i.e., como ausencia de deseos, y una de mis favoritas, la felicidad como ignorancia. Incluso desde Platón en el famoso Mito de la Caverna, ese salir de la cueva oscura de la ignorancia hacia la luz del conocimiento está tipificado como algo muy doloroso. El mismo ejemplo se da en centenares de casos históricamente hablando: Prometeo, la Torre de Babel, la misma Matrix, etc; claras metáforas del conocimiento como motor del dolor. 

El Saber duele. 

No creo que esto esté tan alejado de la realidad. Basta con darse una vuelta por las páginas de la Historia Universal para caer en cuenta de que cuanto más se conoce más dolorosa se torna la realidad. ¿Querrá decir esto, pues, que el país más feliz del mundo ha de ser también el más ignorante? Lejos de lo falaz de una afirmación basada en estadística de dudosa procedencia, y siguiendo lo señalado más arriba, no tengo la menor duda de que así sea. Entonces, ¡enorgullecerse de ser el país más feliz del mundo es lo mismo que enorgullecerse de ser el país más ignorante del mundo! 

Pero bueno, dejándome de varas con los juegos para los que el lenguaje se presta, tenemos entonces un dilema: o el resto del mundo está equivocado por andar buscando el saber y nosotros somos los únicos cargas que estamos en todas por ser los más felices, o el concepto de la felicidad está viciado y lo que tenemos es una fantasía de la felicidad embalsamada por mecanismos de poder. Es decir, no sé porque el conocimiento deba significar necesariamente la infelicidad, al menos que se esté pensando en ésta como abstraída del tiempo: felicidad como entusiasmo. 

No se me malentienda, yo particularmente soy bastante hedonista (que no me oiga el Arzobispo) y me encanta el placer, lo sensual (de los sentidos), el entusiasmo y las conductas dionisiacas no adheridas al tiempo lineal,  sin embargo, no podría decir para nada que disfruto de los alegrones ilusorios que la presión social te hace confundir con la felicidad. Así las cosas, he aquí el problema: ¿cómo es posible en nuestra coyuntura de ignorancia generalizada considerarse el país más feliz del mundo? 

Aquí un par de intentos de respuesta. 

Mi hijo tiene una cobija verde que ha llamado “Kala” y no se duerme, ni con cloroformo, si no tiene a su “Kala” en las manos.  Cuentan mis tatas, que mi hermanillo mayor tenía un fetiche parecido en su infancia; un nudo todo amarillento hecho con lo que le sobró de su toldo para los zancudos con el que se pegaba golpecillos en la frente hasta dormirse. Todos en algún momento hemos tenido nuestros amuletos, y si no, los  inventamos. Esas cosas que colocamos como la condición mágica para que algo suceda, un número favorito, un color favorito quizás. Parece no tener importancia, y yo lo verifico con mi indiferencia ante el deseo de mi hijo colocar a “Kala” como la condición de posibilidad de su sueño, “¿Qué tiene de malo?”, me digo. Efectivamente no tiene en sí nada de malo, sin embargo sospecho que la conducta acostumbrada de coleccionar amuletos a la larga puede degenerar en un esquema para evadir responsabilidades, es decir, el amuleto tiende a colocársenos como fuente de felicidad. Muchos de mis familiares en Cartago, por más sorprendente que parezca, aun ven en el PLN el amuleto que garantizará la felicidad del país, los colores como amuletos, los apellidos como amuletos: “si-es-figueres-es-bueno”, “si-es-arias-es-bueno”, “si-es-bayer-es-bueno”… La aceptación sin cuestionamiento de la autoridad del amuleto hace por ejemplo que después de tantos siglos todavía sigamos  aprobando que la Iglesia siga opinando y ejerciendo coerción en temas de sexualidad, porque sin duda, la Iglesia es un amuleto que garantiza más y más felicidad.

Sucede lo mismo con los rumores; fórmulas retóricas más que comunes en la vida cotidiana tica, inician con un formato meramente verbal y terminan constituyendo los fundamentos de todo un imaginario cultural.  En Costa Rica venimos desde hace ya un puño de años imaginándonos a nosotros mismos a partir de rumores. “Suiza centroamericana” si mal no recuerdo desde principios del XIX, aunque actualmente es muy probable que un buen porcentaje de quienes se sienten orgullosos de la afirmación no tengan ni la menor idea de cómo localizar a Suiza en el mapa, “Costa Rica, un país de paz” encabezado por el megalómano de O. Arias y que funciona más como una fantasía que como una herramienta de paz, a partir de la cual se justifica todo tipo de violencias, xenofobias, racismos y demás, todos guiados por la batuta del rumor ese de que somos pacíficos.  “Costa Rica, el país más feliz de mundo” ésta joya es un miedo, y conozco uno que otro testimonio que fácilmente se trae abajo la afirmación, pues el país más feliz del mundo, sin duda debería estar conformado por gente feliz (un país no puede ser feliz, por definición, se sobreentiende que es su gente la que es feliz), pero está claro que hay uno que otro infeliz caminando por ahí. Lo que sí pasa es que a lo mejor yo mismo, dejándome llevar un poco por el rumor, termino creyéndome el cuento y sí, creo que somos el país más feliz del mundo: su gente no lee, su gente no aprende, su gente es indiferente hasta el punto por ejemplo de comentar basura acerca Chavela Vargas: “vieja lesbiana cochina, qué bueno que se murió”, confirmando así que Chavela tenía razón de renegar de la ignorancia de su “patria”, la misma gente que recibe a José María Figueres como si fuera un héroe de guerra, después de que se fue a esconder a Suiza (y no a la centroamericana) de cosas de las que sin duda no se acuerda, como nadie más se acuerda, en el país más desmemoriado, más ignorante, ergo, el país más-feliz-del-mundo

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