martes, 28 de febrero de 2012

La actitud del perro


Anoche cuando venía para mi casa se me atravesó en el camino un perro callejero, de esos que les llamamos “zagüates”. Andaba muy campante cruzando la calle mientras yo venía con mi miopía como a 60kph. El perro era negro, era de noche y yo soy casi ciego, ergo, era para que lo dejara como un trapo sangrante aplastado en la calle. Sin embargo, gracias a los reflejos (del perro por supuesto) y a que el carro tiene un buen “pito” y unos buenos frenos, no pasó a mayor cosa.

Como últimamente mi imaginación no anda precisamente en estado cataléptico, el episodio bastó para que me hiciera toda una película en mi cabeza.  Primero empecé por imaginar lo que hubiese hecho el perro si hubiese sido una persona. Como es casi evidente aquí en Costa Rica,  sus palabras hubieran sido mínimo: “¡Diay  hijueputa!“, por decirlo de la forma más bonita y convencional. Pero el perrito siguió su camino cual si nada hubiese sucedido. Luego pensé qué hubiera pasado si los reflejos del perro, el pito del carro y los frenos no hubieran respondido como era debido, y entonces la cosa se puso trágica pero con amplios matices de claridad: hubiera matado al perro. Posterior a ésta conclusión, apareció la pregunta acerca de qué hubiera hecho yo entonces. La respuesta también fue clara, me hubiera asustado por un momento, pero hubiera seguido mi camino.

Entonces el perro volvió a tomar forma humana en mi imaginación y lo que tuvo valor en ese momento fue la famosa frase: “¡Lo trata como a un perro!”. Nunca antes había pensado en el peso de esa expresión seguramente porque yo nunca he tratado mal a un perro, entonces el hecho de tratar a alguien como uno, no era tan grave. Sin embargo en ésta específica situación extrema, ante la posible muerte del animal, me encuentro con que yo sería incapaz de darle a un ser humano el trato que le hubiera dado al canino.

Pero de vuelta a la transferencia de animalidades entre el perro y el ser humano que me venía revolcando la cabeza, y considerando su actitud aparentemente apática ante el casi-accidente, me encuentro con que quien realmente tiene una actitud envidiable, es él. Siempre he pensado que la misteriosa amistad inseparable del perro con los humanos se debe más que todo a una cuestión de envidia (de nosotros para con ellos, obviamente).  ¡Pero no me voy quedar con los méritos de descubrir ésta agua tibia! Desde los griegos ya tenemos registro de ésta extraña relación parásita del ser humano con los perros. Pensemos por ejemplo en Diógenes o en general en los cínicos (del griego kyon=perro o kynikos=aperrados) quienes por razones de cierta hipocresía histórica que no viene al caso tocar aquí, han ganado muy mala fama. Estos proponían –y aquí me disculparán los conocedores por hacer ésta grosera síntesis– la imitación de la actitud del perro como un modo de vida. ¿Qué tan mal  podría llegar a ser? Sin más posesiones que el deseo de libertad, con una certeza encarnada en que no hay nada bueno que esperar de los seres humanos, con un reconocimiento de corazón de que si te pudieran pasar con un carro por encima y dejarte morir con las entrañas al viento lo harían, sabiendo que para nosotros, el amor, la paz y la felicidad no llegan a ser más que palabras que nos entrenan para la hipocresía y la mentira, pues aunque las decimos mil veces al día, no sabemos de qué se tratan. 

Así las cosas, no sé usted paciente lector, pero yo me prefiero cínico, aperrado. Seguramente por estas razones es que salía el burlón de Diógenes, con lámpara en mano, a buscar por todas las calles de Atenas hombres honestos. 

Ilustración de Diógenes diciéndole a Alejandro Magno que se quite porque le tapa el sol. 

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