martes, 3 de junio de 2014

La Senectud




Algo que no muchos conocen de mí es que tengo la extraña característica de haber tenido tres abuelos y dos abuelas: abuelas la materna y la paterna, un abuelo materno y dos paternos (a mi tata lo terminó de criar mi abuelo Emmanuel en San José). Pero no sólo eso, sino que mi abuela materna tenía 7 hermanos, 5 de ellos solteros que vivían juntos y eran muy unidos. Desde que nací todos ellos ya se veían como personas mayores, todos eran ancianos y bueno, con sólo saber sumar se puede dar cuenta uno de que eran un montón y mi infancia estuvo rodeada de vejez.

Mi tercer abuelo padeció Alzheimer desde que yo tenía como once años. Antes de eso me enseñó todo lo que sé de música. La enfermedad le duró alrededor de 10 años bajo los cuidados míos y de mi tata y luego murió. Mi abuelo materno fue zapatero y mi abuelo paterno fue un poco hacendado y tuvo un aproximado de un millón de profesiones (es mi deducción después de recordar las historias que nos contaba), mis dos abuelas fueron ¨amas de casa¨.
Pero bueno, ¿a qué viene todo éste inventario de árbol genealógico estilo epopeya? Pues es sencillo. Desde pequeño mi cercanía con la muerte, en forma de gente que amo que se muere, ha sido innegable. La figura del anciano como sabio es para mí, simplemente una verdad evidente. Las formas más comunes del temor a la muerte como la muerte de los otros me han venido pegando cachetadas desde antes de que aprendiera a leer y escribir. ¡Una tragedia!... Bueno, más o menos. 

Una vez tuve una amiga que decía que me envidiaba porque ¨los viejitos son de lo más lindos y en mi familia no hay ni uno¨, decía. Yo tomé conciencia de su vejez hasta tiempo después cuando me di cuenta que era por esa razón que se morían. Aunque todos longevos, en algún momento llegaba ese sabor amargo de que alguno se enfermaba, iba a parar al hospi y luego había que ir a una vela y a su respectivo entierro: llantos, tristezas, vacíos irreversibles y luego…. naipe con ¨las tías¨ (como le llamábamos a mis tía-abuelas solteras) el domingo en la casa de mi abuela después de la mejenga de la Liga y Saprissa (algunos de ellos conocieron a Ricardo o sus derivados, por cierto) y si ganaba Saprissa veríamos a mi abuela hacer un franco despiche…

Luego vendrían los nietos y los bisnietos por centenares y mi familia tendría solamente dos extremos: los viejos o los niños. Abuelos con historias y chamacos hasta para tirar para arriba para escucharlas. Casi una sobredosis de sabiduría y superstición (¿alguien sabe cómo se forma la sociedad?). Y sin darme cuenta aprendí que estaba teniendo un entrenamiento en vivo de lo que se trata esa mierda a la que llamamos vida, a saber, nacemos y después de un ratico, nos morimos. 

No es como que pudiera escoger, si así fuera probablemente en mi familia habría ahorita un índice de mortalidad de unos 135 años. Eso hubiera significado claramente un despiche mayor, por lo menos para ellos. Pero no es así… veo a mi abuelo a sus noventa recién cumplidos en una cama de hospital con una tranquilidad casi ridícula para comerse las cucharadas que, una a una, le damos durante 50 minutos hasta que se coma toda la taza de caldo y mis preocupaciones cotidianas se desvanecen como neblina hasta que se esfuman completamente. 

Otra vez reaparece el sentimiento de que la vida que tanto me preocupa se acaba, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Las historias retoman mis memorias y agarran formas de nuevas historias mientras yo envejezco y mis sobrinos y mi hijo me preguntan cosas que yo antes pregunté. Los veo que van rápido… mucho más rápido que yo y me dan ganas de bajarles las revoluciones, como me dan ganas de bajar las revoluciones de las canas de mi tata y de mi mama. Pero no pasa. Lo acepto con una sabiduría de viejo que cada vez se hace más sabia. Cada vez corro menos, cada vez los planes que aún quedan como planes  se posponen con paciencia un año más, un día más, un minuto más. La salud de los nuevos viejos me empieza a preocupar pero con más aceptación que dolor, como cuando uno sabe ya que una cachetada se acerca rápidamente a la mejilla. Me descubro jugando naipe solo, sin prisa, viendo a mi sobrino jugar con su play y a Emmanuel usar un ipad mejor de lo que yo lo hago… irremediablemente me siento en otra dimensión y pienso en mis viejitos, en todos, y en cómo fueron llegando a una camilla sin que les doliera la partida a la que todos llegaremos tarde, temprano o justo a tiempo.
 

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