viernes, 28 de septiembre de 2012

Otra muerte



Siempre que pasa por ahí lo ve bajando las gradas. Ya le he dicho muchas veces que eso es imposible y que la manía de ver muertos es propia de supersticiosos. Ella dice que me entiende, y que más que superstición se trata de un deseo de agotar las posibilidades, quiere ver cuántas veces sería capaz de matarlo de nuevo. La primera vez que lo mató dice que tardó un par de días en morirse por completo y que ella sin embargo, se quedó mirándolo mientras la respiración se le empezaba a poner más difícil sin hacer nada por ayudarlo (a morir obviamente). Yo dudo mucho que fuera posible mirarlo morir más veces, en realidad es probable que nunca lo haya matado y que lo que miraba al bajar las gradas no fuera un espíritu, si no un hombre de carne y hueso. Pese a esto, le otorgué el beneficio de la duda y cuando lo vi pasar frente a mí, caminando muy campante y saludándome, lo ignoré. La ignorancia y el olvido fueron mis mejores armas de solidaridad para contribuir con una muerte cada vez más evidente, acaso las únicas armas reales, acaso las únicas para dejar morir, acaso las únicas que ella nunca tuvo.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Landed



Es precisa tu precaución
al menos lo es
para mis pies
que no saben ser cautos

si hubieras visto al colibrí
flotando
hubieras atentado, a lo mejor
a subirte en su lomo y flotar con él
pero has limpiado la tierra
sin las pretensiones burdas
de quien espera
y has hecho de ella un
verso
donde el colibrí anidará

cuando sin ir para ningún lado
decidimos que ir juntos
es lo mejor
hay tres palabras
esperándome
por su propia voluntad…
y es raro
que me busquen hoy
que tengo verbo de sobra

hay tres palabras
gastadas
enmohecidas
sin uso alguno
más que la espera
pero es que pasa el tiempo
se lleva mi prisa
y me deja por los lados
un poco más raido que de costumbre

venís con tus dos ojos
y tus mil misterios
a copular con los míos
justo cuando mis medios días
pasan su momento más oscuro
pero no duele
(acaso debería)
ni en el vuelo
ni cuando llego a tierra…

para estrellarme con vos

martes, 11 de septiembre de 2012

El Paraíso de Alexánder Obando, una lectura



Para evitar desgastes a posible lectores muy ocupados,  me siento en la obligación de hacer una pequeña advertencia antes de seguir adelante con mi lectura de El más violento paraíso de Alexánder Obando: si usted es de esos que acostumbra desechar una lectura por la cantidad de páginas, siéntase en libertad de cerrar este blog y seguir revisando el status de sus amigos en Facebook, la contraportada de La Teja o los tweets de Combate. La novela de Obando tiene casi 600 páginas. 

Aclarado éste punto, podemos seguir adelante. 

Hace un par de meses mi tata me regaló un ejemplar de la 2da edición de El más violento paraíso. Una edición de Lanzallamas que, valga decirlo, merece un aplauso, no creo haber visto ediciones ticas con la misma calidad. Para aquél momento ya había leído un par de reseñas del texto en las que el único elemento en común que encontré es que todas señalaban su gran valor dentro de la literatura contemporánea costarricense. No es para menos, es una novela compleja (que no una lectura compleja) y sin duda es obligatoria si se quiere tener una idea más o menos de lo que se escribe actualmente en Costa Rica. Ahora bien, las novelas complejas (entiéndase no en el formato tradicional, cualquier cosa que esto signifique) comparten la característica de ser víctimas del empoderamiento por parte de ciertos exégetas canónicos que pretenden sentar las bases para su lectura. El caso de El más violento paraíso no es la excepción, goza de múltiples lectores del tipo: “si querés comprender la novela, tenés que ser un lector experimentadísimo como yo”, se apropian de la interpretación por un afán de vanidad más que por un deseo de comprensión. Es definitivo que hay lectores más experimentados que otros, sin embargo, yo pienso de las novelas complejas, como la de Obando, que su principal atributo, más que promover una interpretación unidireccional o canónica respecto de sí, lo que proponen es replantear los procesos de lectura. 

Aquí es precisamente donde me parece que reside su valor, y es lo que la convierte en una lectura obligatoria, es decir, plantea un problema fundamental:¿cómo leer?. El más violento paraíso es sin duda un proyecto de lectura, y sólo puede ser considerada una novela en el sentido tradicional en la medida en que puede ser considerada una novela tradicional La Biblia, Las mil y una noches o Los Diálogos de Platón, esto es, en tanto el concepto de novela no sea precisamente dependiente de la idea de una trama de temporalidad lineal.  

La trama de la novela de Obando es: el fin del mundo, o de los mundos, o si se quiere, la historia de lo que sería el fin del mundo después del fin de los mundos (si no entendió, dele una pluma a Alex y dígale que desarrolle eso en seiscientas páginas, de ahí de fijo le sale algo parecido a un paraíso muy violento). Por eso Obando nos propone un mundo destemporalizado que se desarrolla en las bases lunares de Sinus Iridum y Sinus Roris y que va itinerante hacia y desde otros mundos fantásticos que incluyen todo tipo de personajes: poetas vagando por el Pretil de la UCR, serpientes gigantes, vampiros, dioses y demonios a diestra y siniestra, matazones por aquí, torturas por allá, unas cuantas gotas de crueldad y todo parece ser testificado por quien, yo consideraría, el protagonista de la novela: Dionisio, quien a la vez que testifica, parece venir dictando a cierto escribano, todo cuanto se ha vivido y todo tal cual ha de terminar. Le resiento un poco al autor (muy poco de hecho) la apuesta por una cosmología claramente occidentocéntrica, pues luego del fin del mundo, lo que quedó o quedará es un Imperio Bizantino al estilo del siglo IV, en una versión postmoderna que escucha Pink Floyd, convive con Eunice Odio y se droga con  Esquifo. 

Yo particularmente, aparte de ser un lector muy lento, soy un lector fragmentario, difícilmente puedo leer un libro con continuidad, generalmente empiezo con un texto y cuando me canso paso a otro, luego me canso del segundo y paso al primero o emprendo un nuevo proyecto de lectura. Por eso cuando me preguntan qué estoy leyendo, siempre tengo que dar una lista de seis o siete obras. Esta particularidad hace de lecturas como la de Obando, toda una experiencia estimulante para mis sentidos: es una compilación de fragmentos que si bien no es azarosa o alternativa como la Rayuela de Cortázar, admite múltiples posicionamientos en torno a sí misma. 

Lo mismo propone desde el punto de vista de su contenido. He leído sandeces acerca de ésta obra que no tienen comparación con nada, como por ejemplo que es una novela de sexo o una novela gay, y por supuesto afirmaciones acerca de que es una novela de ciencia ficción. Pues, si bien es cierto que hay pasajes con descripciones gráficas al mejor estilo Borroughs o Sade, y claros elementos futuristas y de ciencia ficción, El más violento paraíso no soporta honestamente una lectura en esa línea, todo forma un conjunto de fragmentos como lo he dicho más arriba. El autor, sin embargo, ha elaborado una cadena de capítulos titulados Iluminaciones que hacen las veces de hilo y aguja para ese tejido que el lector debería estar dispuesto a usar a su antojo, un hilo y una aguja que Obando propone y que, por qué no, el lector puede llevarse fuera, para cruzarse con múltiples textos, con la música y con la historia Universal. 

No considero que como novela (piénsese tradicionalmente) es que repose su prestigio, ni siquiera en comparación con el resto de la obra del mismo Obando, pero ese es el precio de su valentía. Hay que considerar varios factores importantes en éste punto; el contexto histórico de Obando está apestado por una sarna de ignorancia y de indiferencia cultural, a nadie, lejos de unos cuantos gatos del ámbito académico, se le ocurre ponerse a leer textos monumentales como Los Hermanos Karamazov, ni siquiera La Biblia a la que tantos adhieren su fe, y mucho menos en Costa Rica. El acto suicida de un escritor de mandarse con 600 páginas diseñadas como un curso de lectura, es algo que ya se merece un aplauso, y considerar que es una de las pocas novelas contemporáneas ticas que ya va por su segunda edición, al menos parece un indicador de la efectividad del proyecto emprendido por Alex. ¡Enhorabuena por el aporte para la literatura tica!

martes, 4 de septiembre de 2012

Amuletos y rumores como fuente de la felicidad en el país más feliz del mundo


El fin de la vida, o el sentido, si es que lo hay, sin duda es la felicidad, no creo que eso haya cambiado mucho hasta la fecha. La felicidad, vista así abstracta y formalmente puede ser un interesante punto de coincidencia en el horizonte de las personas. Lo que ha variado son tanto las fórmulas para alcanzarla como sus descripciones más detalladas. Se pueden distinguir acercamientos interesantes: la felicidad como alcance del placer y alejamiento del sufrimiento, la felicidad como plenitud, i.e., como ausencia de deseos, y una de mis favoritas, la felicidad como ignorancia. Incluso desde Platón en el famoso Mito de la Caverna, ese salir de la cueva oscura de la ignorancia hacia la luz del conocimiento está tipificado como algo muy doloroso. El mismo ejemplo se da en centenares de casos históricamente hablando: Prometeo, la Torre de Babel, la misma Matrix, etc; claras metáforas del conocimiento como motor del dolor. 

El Saber duele. 

No creo que esto esté tan alejado de la realidad. Basta con darse una vuelta por las páginas de la Historia Universal para caer en cuenta de que cuanto más se conoce más dolorosa se torna la realidad. ¿Querrá decir esto, pues, que el país más feliz del mundo ha de ser también el más ignorante? Lejos de lo falaz de una afirmación basada en estadística de dudosa procedencia, y siguiendo lo señalado más arriba, no tengo la menor duda de que así sea. Entonces, ¡enorgullecerse de ser el país más feliz del mundo es lo mismo que enorgullecerse de ser el país más ignorante del mundo! 

Pero bueno, dejándome de varas con los juegos para los que el lenguaje se presta, tenemos entonces un dilema: o el resto del mundo está equivocado por andar buscando el saber y nosotros somos los únicos cargas que estamos en todas por ser los más felices, o el concepto de la felicidad está viciado y lo que tenemos es una fantasía de la felicidad embalsamada por mecanismos de poder. Es decir, no sé porque el conocimiento deba significar necesariamente la infelicidad, al menos que se esté pensando en ésta como abstraída del tiempo: felicidad como entusiasmo. 

No se me malentienda, yo particularmente soy bastante hedonista (que no me oiga el Arzobispo) y me encanta el placer, lo sensual (de los sentidos), el entusiasmo y las conductas dionisiacas no adheridas al tiempo lineal,  sin embargo, no podría decir para nada que disfruto de los alegrones ilusorios que la presión social te hace confundir con la felicidad. Así las cosas, he aquí el problema: ¿cómo es posible en nuestra coyuntura de ignorancia generalizada considerarse el país más feliz del mundo? 

Aquí un par de intentos de respuesta. 

Mi hijo tiene una cobija verde que ha llamado “Kala” y no se duerme, ni con cloroformo, si no tiene a su “Kala” en las manos.  Cuentan mis tatas, que mi hermanillo mayor tenía un fetiche parecido en su infancia; un nudo todo amarillento hecho con lo que le sobró de su toldo para los zancudos con el que se pegaba golpecillos en la frente hasta dormirse. Todos en algún momento hemos tenido nuestros amuletos, y si no, los  inventamos. Esas cosas que colocamos como la condición mágica para que algo suceda, un número favorito, un color favorito quizás. Parece no tener importancia, y yo lo verifico con mi indiferencia ante el deseo de mi hijo colocar a “Kala” como la condición de posibilidad de su sueño, “¿Qué tiene de malo?”, me digo. Efectivamente no tiene en sí nada de malo, sin embargo sospecho que la conducta acostumbrada de coleccionar amuletos a la larga puede degenerar en un esquema para evadir responsabilidades, es decir, el amuleto tiende a colocársenos como fuente de felicidad. Muchos de mis familiares en Cartago, por más sorprendente que parezca, aun ven en el PLN el amuleto que garantizará la felicidad del país, los colores como amuletos, los apellidos como amuletos: “si-es-figueres-es-bueno”, “si-es-arias-es-bueno”, “si-es-bayer-es-bueno”… La aceptación sin cuestionamiento de la autoridad del amuleto hace por ejemplo que después de tantos siglos todavía sigamos  aprobando que la Iglesia siga opinando y ejerciendo coerción en temas de sexualidad, porque sin duda, la Iglesia es un amuleto que garantiza más y más felicidad.

Sucede lo mismo con los rumores; fórmulas retóricas más que comunes en la vida cotidiana tica, inician con un formato meramente verbal y terminan constituyendo los fundamentos de todo un imaginario cultural.  En Costa Rica venimos desde hace ya un puño de años imaginándonos a nosotros mismos a partir de rumores. “Suiza centroamericana” si mal no recuerdo desde principios del XIX, aunque actualmente es muy probable que un buen porcentaje de quienes se sienten orgullosos de la afirmación no tengan ni la menor idea de cómo localizar a Suiza en el mapa, “Costa Rica, un país de paz” encabezado por el megalómano de O. Arias y que funciona más como una fantasía que como una herramienta de paz, a partir de la cual se justifica todo tipo de violencias, xenofobias, racismos y demás, todos guiados por la batuta del rumor ese de que somos pacíficos.  “Costa Rica, el país más feliz de mundo” ésta joya es un miedo, y conozco uno que otro testimonio que fácilmente se trae abajo la afirmación, pues el país más feliz del mundo, sin duda debería estar conformado por gente feliz (un país no puede ser feliz, por definición, se sobreentiende que es su gente la que es feliz), pero está claro que hay uno que otro infeliz caminando por ahí. Lo que sí pasa es que a lo mejor yo mismo, dejándome llevar un poco por el rumor, termino creyéndome el cuento y sí, creo que somos el país más feliz del mundo: su gente no lee, su gente no aprende, su gente es indiferente hasta el punto por ejemplo de comentar basura acerca Chavela Vargas: “vieja lesbiana cochina, qué bueno que se murió”, confirmando así que Chavela tenía razón de renegar de la ignorancia de su “patria”, la misma gente que recibe a José María Figueres como si fuera un héroe de guerra, después de que se fue a esconder a Suiza (y no a la centroamericana) de cosas de las que sin duda no se acuerda, como nadie más se acuerda, en el país más desmemoriado, más ignorante, ergo, el país más-feliz-del-mundo

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