miércoles, 20 de julio de 2011

El Tramposo

Era por el sentimiento de suciedad que queda como residuo cuando se quebranta un prejuicio que Hans no podía dormir. Caminaba dando vueltas aquí y allá para no llegar a casa; sabía que la evidencia del error era válida sólo cuando se entraba en contacto con el otro. Pensar en su propio beneficio, y nada más, era lo que le había hecho fallar. Pero sabía que con el simple acto de prolongar el rodeo para llegar a casa, se garantizaba unos cuantos minutos fuera del alcance del dedo acusador.
Su familia, en efecto, lo esperaba solamente para reprenderle, para señalarle. Después de consumados los hechos, sólo queda espacio para el inútil reproche. Pero ésta vez, extrañamente más que en otras, Hans no lo deseaba.
Hans era más un personaje que una persona, y era esto algo tan cierto que, siendo hombre, bien pudo haber sido una mujer. Era como una puesta en escena y usualmente le gustaba dramatizarse frente al espejo. Actuaba – en sentido literal – en su vida dependiendo del azaroso estado de ánimo que por cosas inexplicables de la vida, nunca se encontraba equilibrado.  
Le gustaba jugar al Don Juan, al hombre irresistible, al sofista del amor que con astucia consigue ser visto como el amante ideal. Pero le gustaba también ser el mártir trágico de un delirio, el conato de un héroe suicida de alguna tragedia dramática, el legítimo escombro de un amor no correspondido. Pero era capaz también de mezclar los dos personajes a conveniencia de manera que en cuanto no lograba sus objetivos como enamorado de ensueño, se convertía de inmediato en un agonizante de la pasión para lograr su meta. Y esa meta era siempre la misma: hacer el amor.
Era casi banal para sus objetos eróticos caer en la cuenta de que al final todo se reducía a lo mismo, pero era banal también para Hans, de manera que una vez alcanzado el objeto, desechaba su tarea y buscaba algo nuevo: todas y cada una de las mujeres que se le ponían en frente, fuera quien fuere, estaban dentro de los márgenes de sus posibles objetos amatorios, cualquiera era susceptible de formar parte de uno de sus proyectos de conquista. Era una lógica bastante sencilla entre el objeto del deseo y la conquista, donde el término conquista no podía ser menos apropiado. Pero finalmente regresaba una vez más a lo mismo: otra vez la presencia de lo sucio, de lo acabado, de lo conquistado, de lo efímero; otra vez la sensación de haber jugado fuera de las reglas comunes, de haber burlado la realidad.
¿Qué más podría ser el sentimiento de la suciedad sino eso? Ganar un juego haciendo trampa, encontrar la gloria que se va justo en el momento en que el ganador se hace consiente de la burla. Nada podía hacer. Era su consigna: llevar la máscara del tramposo, del que logra su cometido sin merecer siquiera su propio aplauso.
El rodeo antes de llegar a casa era parte de otra trampa. Porque en todo juego supone una trampa conocer todas las soluciones, no dejar puertas abiertas para la pasión del azar, de la sorpresa. Hans era un incapaz para lo inesperado.
Por eso, antes de llegar a casa se detenía en la misma esquina, a diez pasos antes de llegar, se ponía la mano en la barbilla como hacen los que piensan mucho y luego tomaba el camino contrario, dando una vuelta a la enorme cuadra. Pasaba frente a la parroquia, siempre abierta, y se asomaba con una risa burlona dirigida hacia donde estaban los devotos, poniéndole una moneda al santo de su preferencia, como apostándole a los azares de beneplácito divino; como esperando que al salir de allí, el mundo estuviese arreglado. 
Para Hans era un juego, él siempre sabía  cómo conseguir lo deseado. Pero estaba desencantado. Hans se burlaba de las lágrimas de los borrachos de la cantina de la esquina porque eran reales, eran un sincero signo de doblegación ante el golpe de la realidad.  Frecuentemente entraba a la cantina y les aceptaba un trago, sólo para burlarse  de ellos en sus narices; pero se burlaba no con risas, sino con llantos, pues controlaba su llanto al igual que su risa, y le parecía más elegante ser él, el único con la conciencia de la burla. Hans no sabía cómo llorar al menos que fuese adrede. Ni tampoco  reír; pero igualmente tampoco podía dormir.
Mucho menos en los últimos días, pues algo le daba la certeza de que había acabado con todos sus prejuicios. Ésta misma noche había acabado con el último. Ahora era completamente sucio, era culpable de todo porque era el único con conciencia de todo y ya no tenía razones para vivir. ¿Para qué vivir si ya no se tiene la incertidumbre de saber que se puede esperar lo inesperado?
Hans pasó por la parroquia, por la cantina, rodeó el parque, saludó a las putas, se acercó al puente, se asomó para ver el agua correr; pensó en los dedos señalándole al llegar a casa, sus hijos, su esposa, todos pensando en un bien y en un mal que él finalmente había superado por completo. Se puso de nuevo su disfraz: el de la soledad. Sonrió cuando llegó a la línea del tren, se desnudó por completo, se acostó con  la nuca sobre el riel y cuando vio la luz del tren acercarse, de sus ojos emanaron las primeras lágrimas reales de su vida. Las lágrimas inesperadas de los ojos que creían conocer de previo todo lo cognoscible. Nadie de su familia lo esperaba realmente, y nadie siquiera se preguntaba porqué no había llegado aún.  En todo caso era inútil: Hans no llegaría a casa ésta vez. 


5 comentarios:

  1. Muy bien!!! Hay algunos juicios de valor del autor que podrían obviarse.

    Estas líneas:

    "Hans se burlaba de las lágrimas de los borrachos de la cantina de la esquina porque eran reales"

    De lujo!!!!

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  2. Muchas gracias por pasar por aqui German, y si, supongo que al autor le pasan las de Hans con la cuestion de los prejuicios, concuerdo completamente con vos en que podrian obviarse!

    Espero pronto enviarte otro trabajito para el blog de narrativa.

    Saludos!

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  3. Me gusta la idea, hasta el personaje, pero me parece que un poco se apresura el final. Casi al último párrafo se da toda la narración.

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  4. Concuerdo con Germán y un poco más. Aunque hay calidades narrativas, siento aún una especie de voz condenatoria, incluso moral.

    La primera frase es muy larga:

    "Era por el sentimiento de suciedad que queda como residuo cuando se quebranta un prejuicio que Hans no podía dormir."

    Se me ocurre que puede quedar así:

    "Era por el sentimiento de suciedad que Hans no podía dormir."

    Después sí, meter el residuo, el prejuicio, etcétera.

    Primero lo leí por encima, y al llegar al final me imaginé que era un buen final, porque a pesar de todo lo que él piensa y cree, da lo mismo que llegue o que no llegue, como si fuera un fantasama. Pero luego leí con calma y vi lo del tren, entonces el recurso del suicidio me pareció algo banal. Repito, sería interesante simplemente el hecho de que la llegada de Hans sea totalmente indiferente para él y para el mundo.

    Saludos

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  5. Gracias netocc y Gustavo por sus lecturas y sugerencias. Tomaré nota al respecto. Creo que definitivamente hay una tónica moral en el relato, a lo mejor la idea de que lo realmente importante para Hans fuera más bien la aparición fortuita de la autocondena, que la condena del "otro", puede llegar a confundirse un poco con una condena moral por parte del autor, no pretendida quizás, pero efectivamente es una lectura posible.

    Con respecto a lo abrupto del final que señala netocc, creo que puede estar en relación con lo que menciona Gustavo acerca del exceso de subordinación en la primera oración, pues esta parece proponer un texto denso y revuelto, y el final termina siendo todo lo contrario.

    Trabajaré en eso! Muchas gracias por las lecturas y las anotaciones!

    Saludos!

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