sábado, 28 de julio de 2012

Apología de la sensibilidad

“Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé...
En el quinientos seis
y en el dos mil también.”
 Enrique Santos Discépolo

Recuerdo que desde una temprana adolescencia detestaba cuando decía algo y otra persona contestaba: “¡qué profundo!”. La razón era muy sencilla, no es que yo en realidad quisiera ser un superficial, si no que no había ninguna afirmación que me pareciera menos profunda que esa, y esto suponía un cierre mediocre para una conversación, al menos interesante. No sé si fuera normal pero en aquellas edades era como que me esforzaba demasiado para alejarme de la superficialidad y me empecé a obsesionar con la dicotomía profundo-superficial.  Esto es profundo, aquello es superficial, etc, pero por fortuna era una enfermedad curable y con el tiempo lo superé, sobre todo después de que Kundera, entre otros, me enseñara que “el ser es insoportablemente leve”, de manera que las cosas que en ocasiones parecen determinantes, resultan ser muchas veces tan insignificantes y baladíes como cualquier otra.

Pero pongámonos serios. En realidad disolver la dicotomía, sobre todo desde el punto de vista del juicio moral, resulta práctico y te ayuda a medio vivir un poco menos neurótico en sociedad, es como otorgar el beneficio de la duda, como decirse a uno mismo: “puede ser que seas vos el que está equivocado con todo”.  Sin embargo eso no quiere decir que no haya cosas más valiosas que otras. Me niego a aceptar que el jazz de Kenny G es igual de valioso que el de Charlie Parker o que lo que escribe Jacques Sagot es igual de valioso que la literatura de Dostoievski. En realidad la diferencia en los ejemplos (aparte del elemento del estilo)  es una cuestión de profundidad. Pero ¿cómo se explica esto de la profundidad? ¿profundidad hacia adónde? ¿hacia dónde es que se ahonda?  

Las cosas se consideran profundas según se alejan o se acercan al cuerpo, según sean capaces de traspasar los límites de la piel, esto es, según su capacidad de despertar la sensibilidad. El concepto de sensibilidad no se parece en nada al de sentimentalismo. La sensibilidad tiene que ver con todo lo que es perceptible por medio de los sentidos, es un concepto completamente ligado a las experiencias del cuerpo y no a los idilios derivados de las telenovelas mexicanas. Puede parecer una diferencia insignificante propia de filosofitos desocupados, sin embargo, a éste que escribe le parece que sus alcances son realmente importantes y son determinantes en la forma en cómo se mueve nuestra sociedad con todo y nosotros adentro.  Así pues, cuando las personas decimos “soy sensible” nos estamos refiriendo al menos a dos cosas: 1-al sentimentalismo, 2-a la sensibilidad entendida como lo que se percibe por los sentidos.

La primera forma es la de aquellos que se sienten muy sensibles porque cualquier cosa los hace llorar (¿clamabo, ergo sum?). Entonces lloran cuando a la Miss Universo le ponen la corona, de hecho les parece que la Miss ha de ser súper sensible, lloran con las canciones que dicen “te extraño y me muero sin ti” y “te dejé porque me fui con otro” porque se sienten identificadísimos con ese “sufrimiento”. Debería existir algo así como un pluviómetro para lágrimas y así podríamos medir quien es más sensible que quién: un lagrimómetro. Estos lloran pero no porque sientan un dolor, sino más bien por una cosquilla en su superficie, son incapaces de tomar una acción que no sea la de llorar, son los que no opinan, no resuelven, son los que cuando terminan su relación de pareja van donde un psicólogo (ojalá pandereta para la perfecta nefasta combinación) a que les diga: “mirá, lo que te pasa es que estás dentro de un círculo de co-dependencias”, o “pedile mucho a Dios para que te ayude a aguantar todos tus problemas”, luego lloran y lloran más y el lagrimómetro a todo vapor. Escuchan canciones corta venas y encuentran todas las formas para evadirse del “problema” que por cierto jamás han identificado porque han sido incapaces de profundizar. Abandonan, lloran, comen chocolates, lloran otra vez, les encanta que les digan que son bipolares, depresivos, o que padecen de ansiedad, luego lloran más y no hacen nada. No participan en conversaciones de política ni de religión, no por irresponsables, sino por pereza. Nunca leen, ni ven películas aburridas como las de Kubrick, ni mucho menos escuchan a esas incomprensibles obras de Chopin o a Bach. De Beethoven sólo salen que hizo un Himno de la Alegría (lo que es una completa imprecisión, por no decir una mentira) y que es un perro protagonista de alguna película de Hollywood. Estos sentimentales no tienen tiempo para cosas aburridas como enterarse del nombre de los países de África donde los niños que no se mueren de SIDA o de hambre, es porque se mueren de SIDA y de hambre;  ni para ir al Museo ni al teatro a ver obras con nombres diferentes a “Todos los amantes del barrio” o “La historia de Juanita la chismosa”, o “Del hombre que se ganó la lotería y aprendió a bailar cumbia”. Los sentimentales que contaminan el Facebook con frases espantosamente trilladas de superación personal con descubrimientos importantísimos muy recientes como: “no confies en todos, algunos pueden ser tus enemigos” o “tus problemas son parte de tu imaginación, cuando los olvidas, desaparecen automáticamente”. Pero se dicen sensibles, y si no les crees, entonces lloran y como el llanto es la medida de su sensibilidad, entonces están salvados.

Pero en fin, creo que con esto queda claro éste primer tipo: sensibilidad baratona, burocrática, perezosa, irresponsable y por supuesto, superficial, es decir no llega a entrar por los sentidos, es si acaso un eructo de la imaginación apenas capaz de llegar a rozar la dermis…

El otro tipo, no es muy común y es la que parece estar pasando a la lista de especies en peligro de extinción. Amerita como mínimo una apología. Es en realidad sencillo: si sentís una piedra en el zapato, te la sacás para poder seguir caminando. Si ponés la palma de la mano sobre una candela encendida, antes de quemarte quitás la mano. La sensibilidad que entra por los sentidos, valga la espantosa redundancia, por definición mueve a la acción: se te mete por la piel y te hace vomitar, desmayarte, escribir, pintar, bailar y en ciertas situaciones calificadas, te hace llorar. En la tele, que casi nunca veo porque me hace particularmente mal, aparecieron, en un solo día, las noticias de unos niños sin casa, que caminaban descalzos en calles de tierra para traer agua a sus casas; luego la historia de un señor a quien un par de ratas dejaron ciego cuando, por robarle el carro, le quebraron el parabrisas, el señor decía con una sonrisa que estaba feliz de estar vivo; luego la historia de un niño con un problema de nacimiento que lo obliga a estar en una silla de ruedas todos los días, y que desde los 6 años le habían dicho que se iba a morir en cualquier momento, ya tiene 17. Ninguno lloraba, ni los niños descalzos, ni el ciego, ni el niño enfermo o su madre. Mientras tanto aparece Rodrigo Arias bien bañadito prometiendo estupideces y Laura Chinchilla reuniéndose con el Papa. Al Papa parece que todo un séquito de lava bolas lo han bañado con aplicadores esquina por esquina en su papal corporeidad, antes de que le pongan su indumentaria carísima. Sale a conversar con Chinchilla seguramente de lo mal que está el mundo por usar condones y de lo bien que está Costa Rica por ser un Estado confesional. La gente se sigue muriendo de SIDA y de hambre. Luego un mae sale en la tele hablando de que no ha podido conseguir un bono de vivienda porque no tiene plata ni para el impuesto territorial, el Gobierno le dice que no hay plata y la Presidente le paga a un cocinero una millonada por ir a hacer una trocha. En la Escuela local a un chiquito con problemas de conducta le echan a la policía porque nadie sabe qué hacer, el niño tiene 7 años. A una mujer la matan a pedradas en algún lugar del mundo por cometer el gran pecado de haber sido violada, y en los barrios del sur hoy un nuevo chamaco de 12 años se ha convertido en adicto a la piedra.

Yo me enfermo románticamente: el mundo es una porquería. Mi mama me dice que hay que ver esas cosas para sensibilizarse.  Supongo estoy a flor de piel, pero me dan náuseas, me tiembla el cuerpo y no sé cómo, pero una vez más tengo piedras en el zapato y una vela encendida me está quemando…  

¿Todavía le pueden quedar ganas a alguien de llorar viendo Titanic?

lunes, 16 de julio de 2012

Durmiente


siempre hay algo que se puede colocar
ante los ojos
para que no le estorben al buen juicio
pero yo prefiero estrellarme
contra el miedo 
o alejarme de precauciones que laten
a un ritmo mucho más lento
que el de la vida misma
he tomado tres pasos pendientes
y los he guardado en donde mueren las memorias
ni siquiera me acuerdo de cuando
fue que a punta de mis confesiones
nos juntamos en enredos
en otra dimensión
lo cierto es que aquí ando
pensándote
mientras vos te andás gastando
en las esperas de lo que nunca pasa
durmiente
que no hace nada más que morir esperando
por quien la venga a despertar…

lunes, 9 de julio de 2012

De la extensión de una máscara



Cuando uno anda en esto de las letras, llega a tener cierta fijación con las palabras, algunas podemos llegar a odiarlas incluso, mientras que otras simplemente nos despiertan la fascinación. A mí me pasa lo último, entre otras, con la palabra “persona”.  Todos hablamos de las personas, todos conocemos al menos a una persona. Pero  ¿de qué diablos hablamos cuando decimos “persona”?
La etimología, pese a divagar entre diversas precisiones más bien de tipo técnico-filológico, es curiosa y sumamente esclarecedora. “Persona” proviene del latín personare que significa “máscara”, específicamente la máscara que se usaba en el teatro. También parece que tiene cierta relación con el griego “prósopon”, pros=delante y opos=cara, es decir, lo que está delante de la cara.
De cómo llegó a convertirse esto en sinónimo del concepto de Ser Humano,  es buen material para un tema de historia;  lo que provoca mi fascinación por el vocablo es precisamente que su peso semántico no consiste en cuanto se parece realmente a un ser humano, sino cuanto se parece el ser humano a una máscara. Es decir, es como si el concepto ejerciera un cierto magnetismo hacia sí mismo y que entender lo que realmente es un ser humano, parece prácticamente imposible si no lo pensamos como una máscara.
Aparte de una abstracción meramente conceptual de lo que creemos que somos, no podemos conocer cómo somos sin máscara, una persona sin máscara resulta en una contradicción, no hay así como un tras bambalinas de la vida cotidiana donde nos encontramos desnudos. Usamos generalmente la máscara del padre, del hermano, del amigo, del hijo, del empleado, del escritor, del príncipe azul, del agresor, del hipócrita, del diablo y hasta del dios.
A nadie le gusta aceptar que usa perpetuamente una máscara, pero todos apelamos a nuestro derecho a ser considerados personas. Cualquiera juzgaría de hipocresía descubrir la máscara del otro, pues la parte más importante del juego es que la máscara pase desapercibida. Cuando una máscara es descubierta, sería equivalente a que el actor se quite el maquillaje completo en medio de la obra, o que en plena película de Batman el Jocker se dé un baño y aparezca Heath Ledger en la escena, es decir, sería arruinar el juego, matar la fiesta. El uso de la máscara no sólo resulta inevitable, sino también necesario.
Así las cosas, cabría cuestionarnos la honestidad de autodenominarnos honestos, y sobre todo, un inventario de las máscaras que con más frecuencia usamos no caería nada mal. Hace poco pensando en estas cosas le dije a mi sobrino de once años que él no era una persona para ver cómo reaccionaba, el chavalo es muy inteligente y me agarró en alguna trampa, así que se limitó a responderme con una sonrisa. Pero yo en realidad pensaba que sin duda mi sobrino usaba menos máscaras. ¿Será porque es más joven? ¿Será que en algún momento de la vida no las usamos del todo? ¿Será que a veces no somos personas?

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