lunes, 9 de julio de 2012

De la extensión de una máscara



Cuando uno anda en esto de las letras, llega a tener cierta fijación con las palabras, algunas podemos llegar a odiarlas incluso, mientras que otras simplemente nos despiertan la fascinación. A mí me pasa lo último, entre otras, con la palabra “persona”.  Todos hablamos de las personas, todos conocemos al menos a una persona. Pero  ¿de qué diablos hablamos cuando decimos “persona”?
La etimología, pese a divagar entre diversas precisiones más bien de tipo técnico-filológico, es curiosa y sumamente esclarecedora. “Persona” proviene del latín personare que significa “máscara”, específicamente la máscara que se usaba en el teatro. También parece que tiene cierta relación con el griego “prósopon”, pros=delante y opos=cara, es decir, lo que está delante de la cara.
De cómo llegó a convertirse esto en sinónimo del concepto de Ser Humano,  es buen material para un tema de historia;  lo que provoca mi fascinación por el vocablo es precisamente que su peso semántico no consiste en cuanto se parece realmente a un ser humano, sino cuanto se parece el ser humano a una máscara. Es decir, es como si el concepto ejerciera un cierto magnetismo hacia sí mismo y que entender lo que realmente es un ser humano, parece prácticamente imposible si no lo pensamos como una máscara.
Aparte de una abstracción meramente conceptual de lo que creemos que somos, no podemos conocer cómo somos sin máscara, una persona sin máscara resulta en una contradicción, no hay así como un tras bambalinas de la vida cotidiana donde nos encontramos desnudos. Usamos generalmente la máscara del padre, del hermano, del amigo, del hijo, del empleado, del escritor, del príncipe azul, del agresor, del hipócrita, del diablo y hasta del dios.
A nadie le gusta aceptar que usa perpetuamente una máscara, pero todos apelamos a nuestro derecho a ser considerados personas. Cualquiera juzgaría de hipocresía descubrir la máscara del otro, pues la parte más importante del juego es que la máscara pase desapercibida. Cuando una máscara es descubierta, sería equivalente a que el actor se quite el maquillaje completo en medio de la obra, o que en plena película de Batman el Jocker se dé un baño y aparezca Heath Ledger en la escena, es decir, sería arruinar el juego, matar la fiesta. El uso de la máscara no sólo resulta inevitable, sino también necesario.
Así las cosas, cabría cuestionarnos la honestidad de autodenominarnos honestos, y sobre todo, un inventario de las máscaras que con más frecuencia usamos no caería nada mal. Hace poco pensando en estas cosas le dije a mi sobrino de once años que él no era una persona para ver cómo reaccionaba, el chavalo es muy inteligente y me agarró en alguna trampa, así que se limitó a responderme con una sonrisa. Pero yo en realidad pensaba que sin duda mi sobrino usaba menos máscaras. ¿Será porque es más joven? ¿Será que en algún momento de la vida no las usamos del todo? ¿Será que a veces no somos personas?

2 comentarios:

  1. Nacemos sin mascaras, llenos de ingenuidad y realismo. El tiempo, la familia, la sociedad, el corazon... nos obligan a utilizar muchas mascaras para poder sobrellevar nuestra vida. Es curioso por que yo soy de las que cree que entre mas se ama a alguien mas desnudos nos mostramos....

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    1. Sí Caro, definitivamente coincido con vos en que el amor es un provocador acto de desnudez!

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