No recuerda el nombre de las guerras en las que
estuvo porque las guerras son como la mentira, su repetición infinita degenera
en tedio y a la larga en indiferencia. No recuerda nombres ni fechas exactas,
pero sí recuerda perfectamente bien que miles de años atrás, quizás en la
antigua Persia, uno de sus superiores le había asegurado que los hijos de sus
hijos vivirían en paz, pues la guerra era una especie de trampolín para la paz
futura. Murieron millones.
Llegó uno de los futuros y con él acaso la caída de algún Imperio. En esas guerras
también anduvo. Tampoco recuerda a cuántos mató ni cuántos litros de sangre
ajena pasaron por sus manos, pero sí recuerda que su superior le prometió la
paz para el futuro. Murieron miles.
Pasaron más años, vio
caer más Imperios, participó con seguridad en la Primera Guerra, en la Segunda y por supuesto, estará también en la Tercera, eso lo da por un hecho. Estuvo
en Vietnam y en Irak, por citar apenas unos ejemplos y la promesa de la paz en
el futuro, por parte de sus superiores, era casi tan terca como la persistencia
en el fin del mundo. “O el futuro no existe o no existe la paz”, piensa.
Murieron centenas. Murieron decenas.
Hoy en su cuarto sólo
hay uno, sólo está él. Hoy no hay guerra pero tampoco hay paz. El espejo está
lleno de odios y de rencor. Él tiene un arma. Recuerda todo lo que no quiere,
no tiene un superior, por tanto, no tiene promesas, pero desea la paz. Posee solamente un pasado para mirar y en él
encuentra una guerra. Ya sabe por dónde
debe empezar.
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